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Era el único habitante de la tierra:

Cenizas ululando lamidas realidades,
Un albatros gangrenado en su lugar común, el aire.
La manga de un terno abandonado dando vueltas, derruida
por un adiós,
por un abrazo bajo el agua, allí entre todos solo.

Era otro y uno más
llevando el cadáver cuesta abajo en la alameda.

Eran varios otros
de bocas con apetito parnasiano por la fruta y por ninguna.
Y por el vientre de su mujer mía y muerta,
un caballo galopando sin su vértigo de huellas
era más que todos.

Era quién sabe quién
con vírgenes opacas detrás de las estrellas
que han muerto primero y su líquido seminal
perdido para algunos.

Era una baranda solidaria
un archipiélago de panes
un escondite para todas las tímidas tormentas
cuajada de terrores que no eran suyos.

Era uno
que no sabía cuántos eran.

Un puñado de omisiones y su mortal cansancio
fue lo que tomó prestado.
Porfiado como una crin
atento como un silencio
y tan profundo como puede ser
el deseo que es de todos
como cometa el hombre y la mujer un sol
pero muertos aquellos dos

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